Kathryn Schulz es reconocida por su aguda capacidad de reflexión filosófica y científica, ha explorado temas relacionados con la incertidumbre y el error humano, como lo muestra en su aclamada obra En defensa del error. Un ensayo sobre el arte de equivocarse.
En este breve ensayo, que forma parte de la compilación Este libro le hará más inteligente, editada por John Brockman, Schulz nos invita a cuestionar una de nuestras creencias más fundamentales: la confianza en el progreso científico. Este es el segundo texto retomado del mismo libro, y responde a la pregunta provocadora que impulsa el volumen: ¿Qué concepto científico ayudaría a mejorar nuestra capacidad de pensamiento?
Schulz examina cómo la historia de la ciencia está llena de teorías que, en su momento, se consideraban verdades absolutas, solo para ser desacreditadas con el tiempo.
La relevancia de este concepto para la psicología es particularmente poderosa, ya que pone en duda no solo teorías científicas, sino también nuestras suposiciones sobre la mente humana. La psicología, como ciencia que estudia la conducta y los procesos mentales, está construida sobre un cuerpo de teorías que podría cambiar con el tiempo, del mismo modo que lo han hecho otras disciplinas.
Este planteamiento nos obliga a asumir una postura más humilde y abierta en cuanto a las certezas que sostenemos sobre el comportamiento, la cognición y la personalidad. Incluso un poco más: lo que hace algunos siglos, décadas o años veíamos como patológico, hoy es aceptado, y lo que actualmente nos parece reprobable es aquel que lo juzga. ¿Qué implicaciones tiene esto para nuestro futuro moral y nuestras creencias que hoy parecen tan firmes? ¿Qué conceptos que ahora parecen fuera de discusión podrían alterarse? ¿Cómo juzgarán las personas del futuro lo que pensamos hoy?
Leer este ensayo de Schulz nos lleva a reconsiderar la seguridad con la que afirmamos "saber" algo, y a reflexionar sobre las implicaciones de que el conocimiento actual, especialmente en el campo de la psicología, también pueda transformarse al grado de ser irreconocible. ¿Qué significa esto para nuestra comprensión de la mente humana? ¿Cómo enfrentamos la posibilidad de que lo que hoy entendemos como cierto sobre el comportamiento y las emociones sea revaluado y quizás descartado en el futuro? Lo que ayer era tabú, hoy es normalidad. Lo que hoy es tabú... ¿Cómo lo veremos mañana?
De acuerdo, de acuerdo: es una afirmación terrible, aunque he de decir en mi defensa que no soy yo quien la ha acuñado, dado que los filósofos de la ciencia llevan ya un buen tiempo jugueteando con esa noción. Ahora bien, pese a que «la metainducción pesimista que se deriva de la historia de la ciencia» sea una frase de pesada enunciación y difícil de recordar, lo cierto es que expresa también una gran idea. De hecho, según sugiere la parte que lleva el prefijo «meta», se trata de una de esas ideas capaces de poner en perspectiva a todas las demás.
Este es el meollo del asunto: dado que son muchísimas las teorías científicas de épocas pretéritas que han resultado ser erróneas, hemos de asumir que la mayoría de las teorías actuales también acabarán por declararse incorrectas. Y lo que vale para la ciencia vale también para la vida en general. La política, la economía, la tecnología, el derecho, la religión, la medicina, la crianza de los niños, la educación: sea cual sea el ámbito vital que se escoja es tan frecuente que las verdades de una determinada generación se conviertan en falsedades para la siguiente que haríamos bien en extraer una metainducción pesimista de la historia a secas.
Los buenos científicos así lo entienden. Reconocen que forman parte de un largo proceso de aproximación. Saben que su trabajo consiste más en construir modelos que en revelar realidades. No se sienten incómodos por tener que trabajar en condiciones de incertidumbre —y no me refiero únicamente a la incertidumbre puntual que se desprende de preguntas del tipo «¿Respaldarán estos datos mi hipótesis?», sino a la incertidumbre generalizada que se deriva de hallarse uno empeñado en buscar la verdad absoluta y de verse, no obstante, incapaz de lograrlo.
El resto de la gente, en cambio, suele apuntarse a una especie de tácito excepcionalismo cronológico. A diferencia de todos esos ingenuos que se tragaron el cuento de que la Tierra era plana y el universo geocéntrico, o que confiaron en la existencia de la fusión fría, nosotros tenemos la inmensa suerte de vivir en el momento mismo en que el pensamiento humano ha alcanzado la mismísima cima de su poderío. El crítico literario Harry Levin lo explica muy adecuadamente:
«Resulta paradójico que se halle tan extendido el hábito de equiparar la época que nos ha tocado vivir con el apogeo de la civilización, nuestra ciudad natal con el eje del universo, o nuestro horizonte mental con los límites de la conciencia humana».
Lo que hacemos, en el mejor de los casos, es alimentar la fantasía de que el conocimiento es invariablemente acumulativo, fomentando por tanto la tendencia a aceptar que las épocas futuras sabrán más que nosotros. Sin embargo, pasamos por alto el doble hecho —o tratamos de resistirnos a él— de que el conocimiento se desmorona en el momento mismo en que empieza a formar agregados acumulativos, y de que nuestras más arraigadas creencias podrían parecer manifiestamente falsas a los ojos de nuestros descendientes.
Este hecho constituye la esencia misma de la metainducción propuesta, que, a pesar de su nombre, no se trata de una idea pesimista. O mejor dicho, únicamente resulta pesimista si detesta uno estar equivocado. Por el contrario, si uno cree que el descubrimiento de los propios errores es una de las mejores formas de revisar y mejorar nuestra comprensión del mundo, entonces queda claro que estamos, en realidad, ante una percepción bastante optimista.
La idea que subyace al concepto de la metainducción es resaltar que todas nuestras teorías son fundamentalmente provisionales y que es muy posible que estén equivocadas. Si logramos incorporar esta idea a nuestro instrumental cognitivo tendremos mayores posibilidades de escuchar con curiosidad y empatía a aquellas personas que defiendan teorías que contradicen a las que nosotros mismos sostenemos.
Quedaremos mejor capacitados para prestar atención a las pruebas contrarias a nuestras convicciones —esos anómalos fragmentos de información que determinan que la imagen que nos hacemos del mundo resulte un poco más extraña, más misteriosa, menos nítida y menos concluyente—. Y seremos al mismo tiempo capaces de sostener nuestras convicciones con un poquito más de humildad, felices de saber que es casi seguro que ya esté gestándose alguna idea mejor.
Radiz Géneris: La raíz de lo esencial
Schulz K. (2012). La metainducción pesimista derivada de la historia de la ciencia. En J. Brockman (Ed.), Este libro lo hará más inteligente (pp. 52-55). Paidós Transiciones.
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